sábado, 18 de julio de 2009

Baños: tecnologías de género

Hoy, como siempre, tampoco sabemos dónde estás, pero te invitamos a que nos acompañes y te vengas con nosotras, al baño. O que vayas sola o solo, o con la compañía que elijas, o lo hagas con tu imaginación. Pero nuestra invitación de hoy es esa: entremos al baño.

Pensar en los baños es pensar en territorios, territorios ya cargados de una subjetividad heterosexista, baños que nos indican con toda precisión a cuál acudir en caso de identificarse con uno de los dos dibujos posibles que sus puertas exhiben: aquí si sos hombre, aquí si sos mujer. Y se acabó. .. Pero podríamos imaginar una cantidad de puertas dibujadas con una cantidad de formas sin formas definidas, para que entren todes, todas, todos, los de las imágenes y los que con su cuerpo interpelan esas imágenes…

Porque no sólo fue y es el armario el sitio donde se esconde la disidencia, el lugar donde una, uno encuentra la ropa justa para salir y mostrarse tal cual la sociedad espera que te muestres. Como escribe la filósofa trans española Beatriz Preciado, en un texto titulado “Basura y género. Mear/Cagar. Masculino/Femenino”, más acá de las fronteras nacionales, miles de fronteras de género, difusas y tentaculares, segmentan cada metro cuadrado del espacio que nos rodea. Allí donde la arquitectura parece simplemente ponerse al servicio de las necesidades naturales más básicas (dormir, comer, cagar, mear..) sus puertas y ventanas, sus muros y aberturas, regulando el acceso y la mirada, operan silenciosamente como la más discreta y efectiva de las "tecnologías de género." , ese conjunto de instituciones y técnicas, desde el cine hasta el derecho pasando por los baños públicos, que producen la verdad de la masculinidad y la feminidad.

¿Cómo se constituyeron históricamente estos espacios en los que no vamos a evacuar sino a hacer nuestras necesidades de género? ¿Donde no vamos a mear sino a reafirmar los códigos de la masculinidad y la feminidad? Los baños públicos, son instituciones burguesas que se generalizaron en las ciudades europeas a partir del siglo XIX. Fueron pensados primero como espacios de gestión de la basura corporal, y se convirtieron progresivamente en cabinas de vigilancia del género. No es casual que la nueva disciplina fecal impuesta por la naciente burguesía sea contemporánea del establecimiento de códigos conyugales y domésticos que exigen la redefinición espacial de los géneros y que serán cómplices de la normalización de la heterosexualidad y la patologización de la homosexualidad.

En el siglo XX, los retretes se vuelven auténticas células públicas de inspección, en las que se evalúa la adecuación de cada cuerpo con los códigos vigentes de la masculinidad y la feminidad.
En la puerta de cada retrete, como único signo, una interpelación de género: masculino o femenino, damas o caballeros, bigote o florecilla, como si hubiera que entrar al baño a rehacerse el género más que a deshacerse de la orina y de la mierda. No se nos pregunta si vamos a cagar o a mear, si tenemos o no diarrea, nadie se interesa ni por el color ni por la talla de la mierda. Lo único que importa es el GÉNERO.

Pensemos en cualquier baño público, desde los de tu escuela o tu facultad, un boliche, la terminal, hasta el más lejano aeropuerto internacional, sumidero de desechos orgánicos internacionales en medio de un circuito de flujos de globalización del capital. Entremos en los baños de mujeres.

Una ley no escrita autoriza a las que ya están en el baño, compartiendo espejos y lavamanos, a inspeccionar el género de cada nuevo cuerpo que decide cruzar el umbral. El control público de la feminidad heterosexual se ejerce primero mediante la mirada, y sólo en caso de duda mediante la palabra. Cualquier ambigüedad (pelo excesivamente corto, falta de maquillaje, una pelusilla que sombrea en forma de bigote, o un paso demasiado afirmativo…) exigirá un interrogatorio para justificar la elección de retrete: "Eh, usted. Se ha equivocado de baño, los de caballeros están a la derecha." Así, en base a un cúmulo de signos que indican el género del otro baño, se exigirá irremediablemente el abandono del espacio, so pena de sanción verbal o física.

Si, superando este examen, logramos acceder a una de las cabinas, nos encontraremos entonces en una habitación de 1 x 1,50 m2 que intenta reproducir en miniatura la privacidad de un baño doméstico.

Cada cuerpo encerrado en una cápsula evacuatoria de paredes opacas que lo protegen de mostrarse desnuda, de exponer a la vista pública la forma y el color de sus deyecciones, comparte sin embargo el sonido de los chorros de lluvia dorada y el olor de las mierdas que se deslizan en los sanitarios contiguos. Libre. Ocupado. Una vez cerrada la puerta, un inodoro blanco de entre 40 y 50 centímetros de alto, taburete de cerámica que conecta nuestro cuerpo defecante a una invisible cloaca universal (en la que se mezclan los desechos de señoras y caballeros), nos invita a sentarnos tanto para cagar como para mear.

El váter femenino reúne así dos funciones diferenciadas bajo una misma postura y un mismo gesto: femenino=sentado. Al salir de la cabina reservada a la excreción, el espejo, reverberación del ojo público, invita al retoque de la imagen femenina bajo la mirada reguladora de otras mujeres.

Crucemos el pasillo y vayamos ahora al baño de caballeros. Clavados a la pared, a una altura de entre 80 y 90 centímetros del suelo, uno o varios urinarios se agrupan en un espacio accesible a la mirada pública. Dentro de este espacio, una pieza cerrada, separada categóricamente de la mirada pública por una puerta con cerrojo, da acceso a un inodoro semejante al de los baños de señoras.

Desde principios del siglo XX, la única ley arquitectónica común a toda construcción de baños de caballeros es esta separación de funciones: mear-de pie/cagar-sentado. Dicho de otro modo, la producción eficaz de la masculinidad heterosexual depende de la separación imperativa de genitalidad y analidad. La arquitectura funciona como una verdadera prótesis de género que produce y fija las diferencias entre las funciones biológicas atribuidas a hombres y mujeres. El urinario, como una protuberancia arquitectónica que crece desde la pared y se ajusta al cuerpo, es una prótesis de la masculinidad que facilita la postura vertical para mear. Mear de pie públicamente es una de las performances constitutivas de la masculinidad heterosexual moderna. De este modo, el discreto urinario no es tanto un instrumento de higiene como una tecnología de género que participa de la producción de la masculinidad en el espacio público. Por ello, los urinarios no están enclaustrados en cabinas opacas, sino en espacios abiertos a la mirada colectiva, puesto que mear-de-pie-entre-varones es una actividad cultural que genera vínculos de sociabilidad compartidos por todos aquellos, que al hacerlo públicamente, son reconocidos como hombres.

Dos lógicas opuestas dominan los baños de señoras y caballeros. Escapar al régimen de género de los baños públicos es desafiar la segregación sexual que la moderna arquitectura urinaria nos impone desde hace al menos dos siglos,: público/privado, visible/invisible, hombre/mujer, pene/vagina, de-pie/sentado, ocupado/libre…

Una arquitectura que fabrica los géneros mientras, con el pretexto de la higiene pública, dice ocuparse simplemente de la gestión de nuestras basuras orgánicas. Infalible economía productiva que transforma la basura en género. No nos engañemos: en la máquina capital-heterosexual no se desperdicia nada. Al contrario, cada momento de expulsión de un desecho orgánico sirve como ocasión para reproducir el género. Las inofensivas máquinas que comen nuestra mierda son en realidad normativas prótesis de género.

No vamos a los baños a evacuar sino a hacer nuestras necesidades de género. No vamos a mear sino a reafirmar los códigos de la masculinidad y la feminidad en el espacio público.

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Homofóbicos, lesbofóbicos, misóginos, bifóbicos y transfóbicos ABSTERNERSE de comentar!!

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